martes, 18 de diciembre de 2012

EL NIÑO Y EL AGUA de Juan Ramón Jiménez



En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón
polvoriento que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los
ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en
grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un
solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los
ojos repiten escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de
luz: Oasis.
Ya la mañana tiene color de siesta y la chicharra sierra su
olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la
cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el
suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la
palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos
negros contemplan arrobados. Habla solo, sobre su nariz, se
rasca aquí y allá entre sus harapos, con la otra mano. El palacio,
igual siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño
se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese
latido de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la
imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la
sorprendida forma primera.

- Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese
niño tiene en su mano mi alma.


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